Pensando en qué hice mal.

Confundiste muchas veces la necesidad de tenerte aquí, de sentir tu compañía, tu apoyo, con adquirir objetos, llevar un buen pasar.
Llegaste a banalizar nuestra relación como un simple intercambio comercial, tu me comprabas algunas cosa y todo estaría bien, estaría tranquila.
Te oí decir que tu cercanía radicaba en nuestros gustos similares por la comida y los libros, las películas, la música a veces. Pero no en amor, no en complicidad.
Leí triste sus palabras, "nuestras primeras hijas fueron bendiciones, luego hubo una pérdida y sufrimos mucho. Luego vinieron los otros tres".
No puedo decir que son malos padres, que no nos aprendieron a querer. No puedo ser tan injusta, ni malgastar tiempo degradando sus esfuerzos, su necesidad de no fallar una vez más, de ser buenos.
Pero no voy a negarlo, me dolió de nuevo cuando les pedí que por favor no me dejaran a mi suerte, que estuviesen ahí también. Y su respuesta fue "es que eres más independiente, es que no podemos tratarte igual, porque todos son diferentes, no nos necesitan de la misma manera." Y traté tanto tiempo de convencerme, que era innecesario, que yo no merecía más afecto, que yo me fui, que me arranqué a estudiar para encontrar un rumbo.
A veces la oía en sus fugaces mea culpa, "debimos estar más presente, debimos hacer algo". "¿Cómo pasaron 8 años y nunca mejoramos las cosas?".

Dormí por años en un colchón de resortes sobre un suelo húmedo de madera, agarré lumbago y otras molestias. Me quejaba a veces, medio en broma, medio en serio, consolándome "ya tendré dinero, y me compraré una cama hermosa". No lo logré.
Y tampoco se los reclamé, jamás los encaré por su falta de interés. Yo era una boca menos que alimentar, y siempre fui obstinada, así que ahora tenía que ser más fuerte, tenía que arreglármelas.

Hoy sólo quería tu abrazo. Y sutilmente sentí tu mano haciéndome a un lado. Sonreí con tibieza, pensé "así es él". Para ver unas horas después cómo abrazabas a mi hermana, con genuino amor, con ternura.
Quizás no soy la favorita, nunca he pretendido serlo. Pero no me nieguen las preferencias, prefiero aceptar que he partido hace mucho tiempo, y que no merezco cariño menos distante que el que recibo a veces, cuando regreso por unos días a escuchar sus quejas, sus aventuras, las nimiedades más diversas, lavar sus platos y sus lágrimas cuando algo les sale mal. Prefiero lo admitan, para dejar de darme vueltas amargamente en la cama antes de partir como cada domingo, pensando en qué hice mal.